La biblioteca como cementerio de buenas intenciones.
Treinta y dos libros en la balda de «leyendo» son el equivalente doméstico de tener mil quinientos contactos en el teléfono y ningún amigo real. La diferencia es que los contactos no ocupan espacio físico ni nos miran desde la estantería con reproche silencioso.
Reorganizar baldas es masturbación intelectual. Tu novia sonríe porque reconoce el gesto del hombre que confunde movimiento con progreso. Hemos puesto orden en el síntoma sin tocar la enfermedad. Los libros siguen siendo treinta y dos. La incapacidad de terminar lo que empezamos permanece intacta.
El verso de Brines sobre el vaso quebrado es hermoso y completamente inútil. La literatura nos enseña a romantizar nuestras patologías. Convertimos la dispersión en sensibilidad artística, la inconstancia en temperamento poético. Es más fácil citar versos sobre el alma quebrada que admitir que simplemente no sabemos concentrarnos.
Pero hay algo que el verso no dice y que la reorganización de libros sí revela. No es que el alma se quiebre como un vaso. Es que hemos aprendido a quebrarla nosotros mismos para evitar el aburrimiento.
Cada libro nuevo es una fuga programada. Lo abrimos cuando el anterior empieza a exigir esfuerzo real, cuando las ideas dejan de fluir y hay que masticar conceptos duros. El momento exacto donde la lectura se convierte en trabajo es donde salimos corriendo hacia la siguiente primera página.
Es la lógica del noviazgo aplicada a todo. Nos especializamos en primeras citas, primeros capítulos, primeras semanas de gimnasio. Somos expertos en debut y analfabetos en continuidad. Conocemos por experiencia directa los primeros cinco kilómetros de mil carreteras distintas.
Tu novia que dice que sí cada día no está celebrando el amor eterno. Está gestionando la realidad de que elegir a la misma persona repetidamente es la única manera de construir algo que no sea un primer capítulo perpetuo.
Porque elegir todos los días es exactamente lo contrario de lo que hacemos con los libros. Con los libros elegimos una vez, el día de la compra, y luego esperamos que la motivación inicial se mantenga sola durante trescientas páginas. Cuando se agota, compramos más motivación en forma de libro nuevo.
La menta de la terraza, el negroni a las cinco, el beso en el ascensor, no son momentos de plenitud. Son narcóticos temporales que nos permiten creer que somos capaces de estar presentes. Duran exactamente lo que dura su novedad. Después volvemos a necesitar la siguiente dosis.
Lo que realmente revela la balda de «leyendo» es que hemos convertido la cultura en farmacopea personal. Cada libro es una pastilla contra el aburrimiento, cada página nueva una pequeña inyección de estimulación. No leemos para saber más sino para sentir menos el peso del tiempo que pasa.
Y el tiempo pasa igual. Con libros leídos o sin leer, con baldas ordenadas o caóticas, con votos improvisados o matrimonios de conveniencia. El tiempo es la única variable que no podemos hackear con reorganización ni buenas intenciones.
Tal vez por eso acumulamos libros sin terminar. Son la prueba material de que aún queda tiempo. Cada lomo pendiente es una promesa de futuro, la ilusión de que mañana seremos la persona capaz de concentrarse durante doscientas páginas seguidas.
Pero mañana seremos la misma persona que hoy necesita saltar al libro siguiente en cuanto aparece la primera dificultad conceptual. La misma que confunde acumular conocimiento con procesarlo. La misma que cree que tener acceso a información es lo mismo que comprenderla.
Leer treinta y dos libros a la vez es la versión culta de ver la televisión cambiando de canal cada treinta segundos. Mismo síntoma, distinto prestigio social. Misma incapacidad de sostener atención, diferente excusa intelectual.
El vaso ya estaba roto antes de que llegáramos a él. No se quebró por la vida que vivimos sino por la época que nos tocó. Una época que ha convertido la atención sostenida en lujo de ricos y la dispersión en estilo de vida democratizado.
Treinta y dos libros empezados no son el síntoma de un alma sensible. Son la radiografía exacta de un cerebro entrenado para el zapping permanente. La balda de «leyendo» es nuestro historial de navegación convertido en mobiliario.
Y reorganizarla cambia tan poco como ordenar el escritorio del ordenador. El problema no está en los archivos sino en el sistema operativo. Pero es más fácil mover libros de sitio que admitir que hemos perdido la capacidad de leer uno solo hasta el final.
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