No es el pan. No es la casa. Es tu tiempo rebajado.
Te roban sin tocarte. Te aplauden mientras descuentan.
Inflación no es un misterio metafísico. Es un descuento perpetuo aplicado a tu unidad de vida. Si el jamón sube y tu nómina no acompaña, el problema no es el jamón. Es el precio al que liquidan tus horas. La frase molesta es esta. No te han encarecido la existencia. Te han abaratado a ti.
Quien posee activos y deuda a tipo fijo aprende la coreografía. Compra una vez. No vende. Colateraliza. Extrae liquidez. Deja que el tiempo y la inflación licúen el pasivo. Paga con euros de mañana. El asalariado gira en la rueda contraria. Cobra en presente y compra futuro cada día. Cada compra es una transacción fiscalizada. Cada mes es una carrera cuesta arriba. La plusvalía nominal tributa. La inflación real no compensa. La contabilidad oficial suaviza. El resultado neto pica.
Hay truco en la medición. Se ajustan calidades. Se encogen formatos. Se acorta la vida útil de los bienes. El índice sonríe mientras la nevera muere dos años antes. La camiseta pesa menos. El móvil dura menos. Tu factura mental dice que ahorras. Tu cuenta de reemplazos dice lo contrario. Los salarios parecen estables. La cesta digna se aleja. Ese es el ángulo feo que nadie quiere mirar de frente.
El discurso cómodo sentencia que la inflación es útil para el crecimiento. Es verdad a medias. Afloja rigideces. Evita la trampa de deuda en deflación. Pero ese beneficio no es neutral. Depende del lado del mostrador. Si produces con margen y te financias bien, la niebla te empuja. Si vendes tiempo con contrato rígido, la niebla te traga. Deflación mata empresas y empleos. Inflación lenta mata expectativas. Elegir veneno no es una victoria. Es administración del daño. Mientras tanto, alguien que conozco cambió de trabajo tres veces en seis años. Nunca subió su renta real. Solo cambió de jefe. El veneno tenía otro sabor, pero era el mismo.
He visto estados pedir paciencia mientras afinan el índice. He visto nóminas subir un dos cuando la vida subía un ocho. Un lector me enseñó sus cifras. Alquiler en barrio normal que pasó de 780 a 1190 en cinco años. Nómina de 1420 a 1625 en el mismo tramo. Suma las comisiones de banco, la energía, el seguro. Resta el margen para vivir sin miedo. El excel no grita. Pero muerde.
Hay otro sesgo peor. La educación sentimental del asalariado. Se le prometió que el sueldo sube con la antigüedad. Se le dijo que paciencia y fidelidad pagan. La realidad responde con movilidad obligatoria. Promociona quien salta. No quien espera. La misma empresa que te felicita en navidad te devuelve al pasillo del mercado laboral en junio. Sin rencor. Solo contabilidad.
El sistema no conspira a lo James Bond. Funciona por incentivos. A los estados les conviene erosionar deuda en términos reales. A la élite patrimonial le conviene evitar la venta y vivir del apalancamiento bien asegurado. A la mayoría le conviene creer que su poder de compra es una línea recta. La creencia es barata. La rectificación cuesta.
Tres sentencias para no dormir. Tu sueldo es un precio. No una identidad. La inflación no sube. Te baja. El ahorro inmóvil es un homenaje al olvido.
Hay un punto ciego psicológico. Llamémoslo anestesia nominal. Ver 2000 en la transferencia mensual calma. Da igual si 2000 compran menos que 1700 hace diez años. El cerebro celebra el número gordo. La vida paga la diferencia. Es contabilidad moral. Es autoengaño socialmente aceptado. Y es rentable para quien diseña reglas.
No pidas a un índice que te salve. Pide a tu contabilidad de horas que te insulte. Cuántas horas de tu oficio cuestan hoy un alquiler decente. Cuántas horas cuestan una compra de comida de calidad que no te enferme. Cuántas horas cuesta la reparación inevitable porque el aparato muere prematuramente. No hay ideología en esa aritmética. Hay supervivencia.
El relato que dice que la inflación solo enriquece a los ricos es tosco pero captura el centro del mapa. Enriquecer no. Favorecer. Favorece a quien convierte tiempo pasado en derechos futuros. Favorece a quien puede esperar. Favorece a quien sabe endeudarse con cabeza y caparazón legal. Empobrece a quien debe vender horas de inmediato. Empobrece al que confunde nómina con plan. Empobrece al que tributa por humo nominal.
No hay moraleja heroica aquí. Hay reglas frías que se aplican a tu vida íntima. Relaciones que se rompen por dinero que no alcanza. Decisiones de salud pospuestas hasta que duelen. Tiempo regalado a trabajos que ya no pagan la renta emocional. La inflación es el ruido de fondo. Tú pones la película.
Si te parece que todo está más caro, vuelve al espejo incómodo. Quizá no es el restaurante. Quizá no es la inmobiliaria. Quizá no es el supermercado. Quizá eres tú, en tanto precio de mercado, desanclado de la inflación real. Duele escribirlo. Duele más vivirlo.
La élite no es un club místico. Es un hábito simple: retrasar ventas, negociar deuda con ventaja, convertir ingresos en activos antes de que el índice te coma. No lo llames mérito. Llámalo lectura correcta del juego.
Me pedirás soluciones y te daré diagnósticos. Vigila tu ratio horas por vivienda. Vigila tu ratio horas por comida sana. Vigila tu dependencia de proveedores de baja durabilidad. Si esas tres líneas se curvan contra ti, no hay discurso político que te compense. No hay eslogan que te defienda. Hay que cambiar de mapa mental. O aceptar que tu ecuación ya no cierra.
A veces repetimos que antes era mejor. En parte lo era. Había menos sofisticación en el engaño medido. Había salarios negociados con sindicatos que tenían peso. Había electrodomésticos que parecían tanques. Pero también había menos acceso a mercados y menos opción de salirte de la fila. La nostalgia engaña. Te hace creer que lo perdido era justo. No lo era.
Vuelvo al principio. No es el pan. No es la casa. Es tu tiempo devaluado. Lo demás son discursos de acompañamiento. La pregunta no es quién gana con la inflación. La pregunta es otra. ¿Cuánto más vas a aceptar que tu precio lo decidan otros?
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