Tengo la mano sobre un vaso tibio y un recibo de café arrugado. Marca uno con ochenta. Las llaves tintinean cuando tocan la mesa. Pienso en el instante en que duele pagar y en el instante en que ya no duele. El Estado sabe dónde está cada uno. Tú también.
La hipótesis es sencilla. Impuestos cero en vida. Herencias al cien por cien al morir. Donaciones libres mientras se respira. El Estado como heredero universal, sin dramas de lenguaje, con reglas claras desde el principio. ¿Importa que el cobro llegue cuando ya no dolerá? Importa la dirección de los incentivos, importa cómo se mueven las manos, no cómo se justifican las almas.
Con tasa marginal cero durante la vida el panadero no paga recargo por vender diez barras más, el autónomo no se piensa dos veces una hora extra, la empresa sube sueldos sin peaje inmediato. Más trabajo visible. Más riesgo asumido. Y sin la promesa de la herencia, la familia rica no se convierte en dinastía por inercia. El mecanismo cambia de lugar. No es justicia, es contabilidad.
El giro incómodo llega cuando se mira a los hijos. La herencia como derecho sentimental y no como derecho de crédito. El patrimonio como biografía, no como plan de pensiones privado. La propuesta corta esa costumbre y obliga a otra. Si quieres que tu hija reciba algo, tendrás que dárselo ahora. Verás su uso. Verás su error. Verás su acierto. A veces te alegrará. Otras te dejará una muesca.
A mí me dejó una. Regalé tres mil euros a un sobrino en 2022, pensé que invertiría en formación, compró una moto de segunda mano. Dormí mal cuatro noches seguidas. Aprendí que un regalo mal pensado también es mi deuda, no su libertad.
Este diseño rebaja la concentración patrimonial sin proclamas morales. La riqueza heredada es inercia, no talento. La inercia necesita poda. Quien tenga mucho dará antes. Quien tenga poco no esperará milagros póstumos y buscará aliados en vida. El dinero se mueve cuando se mira a los ojos, no cuando se firma un testamento. Límpido y cruel.
El riesgo es evidente. Se dona mal. Se premia al cercano ruidoso. Se castiga al discreto eficaz. El error existe aunque no lo queramos. Pero el error en vida permite corrección. Se corta la transferencia si huele a humo. Se acompaña si crea valor visible. La herencia póstuma no corrige, solo perpetúa o destruye a ciegas. En vida hay reversa, después solo hay reparto frío.
Hay un miedo razonable. Empresas familiares que morirían al liquidarse el cien por cien. Empleo que desaparece por la venta forzada de activos. Aquí no sirve la pureza. Haría falta un paso de borde, un mínimo exento para la vivienda habitual y un diferimiento condicionado para negocios que mantengan nóminas y actividad cinco años. Sin trampa del lenguaje, con verificación contable y sanción si se incumple. Aplazamiento, no perdón.
También habrá quien corra a la frontera. No todos, algunos. Unos pocos buscarán países con reglas blandas y trucos legales para esquivar el final. La respuesta no es el muro ni la persecución pública del exiliado fiscal. Es un calendario y umbrales claros. Entrada en vigor anunciada con años de margen, revisión cada dos años, coordinación simple con los vecinos para que el cambio no sea un salto al vacío. Una parte adelantará donaciones. Otra esperará al cierre de su ciclo vital y asumirá el coste. Escenas sin estampida.
El efecto sobre la vida cotidiana no es menor. Deja de tener sentido acumular por si acaso. El por si acaso se convierte en hoy concreto. Un alquiler sin herederos deja de ser trofeo generacional y pasa a ser renta presente y ayuda directa a quien te importa de verdad. La vivienda que uno ocupa se protege para no crear desahucios póstumos, el resto entra en la caja común con una frialdad asumible. Se entiende mejor con la mano en el vaso que con un lema.
Hay una verdad sucia que preferimos no decir. A muchos herederos la herencia les destroza. Les compra un silencio largo o una soberbia barata. Dejan de trabajar bien. Empiezan a administrar un pasado que no es suyo. Juegan a proteger lo que ni siquiera ganaron. Es cómodo. Mata. La propuesta obliga a merecer en presente, no a custodiar recuerdos.
La objeción moral vendrá por el flanco de la familia. Derecho a cuidar a los tuyos hasta el final. De acuerdo. Con dinero en vida, con tiempo, con atención, con un piso pagado si puedes y con apoyo si caen. No con un cheque automágico cuando ya no estás. Amar es decidir ahora. Heredar es aplazar la decisión hasta que ya no puedes equivocarte.
El Estado se convierte en heredero frío. Necesitará manos limpias para no convertir el cobro final en captura por intereses organizados. El riesgo existe y no se resuelve con retórica. Aquí manda el control. Transparencia en la subasta de activos, destino visible del ingreso adicional, auditoría pública y sanciones que muerden. Si no, el diseño se pudre rápido.
No todo encaja. Habrá biografías que rompa. Habrá quien quiera dejar un taller a su hija y no pueda por regla general. Por eso el paso de borde y el diferimiento condicionado no son concesión emotiva, son protección de valor productivo. Si la empresa sigue viva y emplea, la transmisión puede ser gradual con revisión anual. Si se vacía para burlar la norma, se ejecuta el cobro. Simple. Sin épica.
Vuelvo al café de uno con ochenta y al timbre de las llaves en la mesa. La propuesta duele porque reduce excusas. Te obliga a elegir entre donar y mirar. Entre gastar con alegría sobria o acumular para nadie. A mí me corta por dentro. También me serena. Cierro un sobre con mi nombre y otro con el de Hacienda. Dejo el segundo encima del fregadero, todavía sin sello.
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