La realidad no llega con fanfarria, entra en silencio por la puerta lateral y desordena las estanterías. La sensación de que “todo se está cayendo” es menos una profecía que un síntoma, un vértigo colectivo cuando la geografía del poder cambia de sitio y los mapas morales se quedan antiguos. Lo que se abre camino en Europa ,y en Francia como espejo agrandado, no es únicamente una disputa electoral ni una rabieta contra Bruselas. Es la tensión entre dos lealtades que compiten a cuchillo, la pertenencia nacional, con su promesa de control, y la pertenencia financiera, con su exigencia de credibilidad.
Lo diré sin rodeos, los mercados no votan; cobran. Esa es su gramática. Y, sin embargo, también conviene desmontar el teatro de sombras donde se atribuye a un “ellos” omnipotente ,banqueros invisibles, “clase globalista”, hombres de Davos o curas del dinero, la capacidad de pichar un botón y fulminar una nación. El poder existe, claro. Pero no se parece a una conspiración elegante; se parece más a una red de dependencias, incentivos, miedos y contratos que, por diseño, maximizan la continuidad de los pagos. No hay mano única, hay muchas manos con el mismo pulso.
La idea de los ciclos de setenta años ,gana una potencia, diseña el sistema, lo explota, se agrieta, treinta años de caos, rinse and repeat, funciona como relato pedagógico. Sirve para entender que la hegemonía no es eterna. Pero corre el riesgo de embrutecer la realidad, transforma la historia en un reloj de cocina. Y la historia no es un reloj; es un ecosistema. Cambia cuando se combinan una ceguera política, una innovación técnica, un desastre energético, un error doctrinal y, de fondo, un agotamiento emocional de las sociedades. No ocurre por calendario, ocurre por acumulación.
Francia entra en este umbral con una doble fragilidad, la fiscal y la emocional. En lo fiscal, la ecuación es breve. El Estado necesita refinanciarse de manera continua, rolar deuda antigua y cubrir déficit nuevo. Sea la cifra que prefiera, el volumen es suficiente para que la prima de riesgo ,esa diferencia de rentabilidad con respecto a un activo “seguro”, se convierta en un termómetro vital. Cuando sube, el cuerpo tiembla. Y los motivos por los que sube no requieren villanos, basta con la percepción de que la política no podrá (o no querrá) sostener las cuentas. La incertidumbre no es ideológica; es contable.
La mecánica es conocida. Si gestores que llevan años comprando deuda de un país creen que la próxima legislatura cuestionará la senda fiscal, venden primero y preguntan después. Si varios lo hacen a la vez, el precio baja, la rentabilidad sube y el espejo se rompe. No hace falta “ordenar” nada: basta con que cada parte, por miedo a ser la última en salir, intente salir primero. Se llama coordinación por pánico. A eso, algunos le ponen un rostro; otros, un modelo matemático. El resultado es el mismo: tipos al alza, financiación más cara, bancos vulnerables por la depreciación de sus carteras, y el ciudadano viendo encarecerse la hipoteca como si le hubieran invitado a una fiesta donde no quería estar.
Fíjese en el detalle humano: cuando las pantallas de trading se tiñen de rojo, no se activan únicamente algoritmos; se activan biografías. Bonus condicionados, carreras en juego, reputaciones que no soportan otro trimestre rojo. “Evita el drawdown, protege el mandato.” La frase no es épica, pero mueve montañas. Mueve flujos. Mueve países.
Se trae a colación Grecia como ejemplo de disciplina por asfixia. La lección existe, sí, pero conviene ser quirúrgicos. Aquello fue una colisión entre soberanía política y pertenencia bancaria a una unión monetaria que delega en un banco central no nacional. En ese marco, la liquidez se vuelve arma. La narrativa del “nos cortaron los créditos y nos arrodillamos en dos días” simplifica hasta deformar: hubo negociaciones torpes, promesas contradictorias, dilemas de diseño y, por supuesto, miedo a un colapso bancario que castiga al pequeño antes que al gran formato. Una verdad incómoda: las crisis en democracia no las definen los héroes, sino las colas en los cajeros.
Hablemos de herramientas locales. La llamada “ley Sapin” no es una llave maestra para cerrar el mercado de bonos. Es, en lo sustantivo, una facultad de emergencia para limitar salidas en ciertos vehículos ,especialmente de seguros de vida, cuando una ola de reembolsos podría obligar a vender activos en condiciones de incendio. Es un cortafuegos, no un arma ofensiva. Está pensada para ganar tiempo, que en finanzas es el único lujo que de verdad cuesta. Y sí, abrir ese paraguas transmite un mensaje devastador si se usa mal: “no tenemos liquidez”. La paradoja del cortafuegos es que su propia existencia puede atraer el fuego si se comunica con torpeza.
Se examina el plan maximalista: salir del euro. Soberanía monetaria? Sobre el papel, recuperada. Capacidad de devaluar para reindustrializar? Tal vez, si se rehace la política energética, se reforman mercados de trabajo y se soporta una inflación inicial sobre ingresos fijos. Riesgo? Masivo, conversión de contratos, fuga de depósitos ante el anuncio, necesidad de imponer controles de capital para evitar que la base financiera emigre antes del amanecer. Es una decisión de guerra económica, no una reforma administrativa. Y la pregunta honesta no es “es posible?”, sino “estamos dispuestos a pagar el coste de transición sin sacrificar a la misma clase media que decimos proteger?”. Soberanía es bonita en el discurso. En la caja registradora pesa.
Una frase para no olvidar, la identidad no paga cupones. Y sin embargo, los cupones moldean la identidad. Si un país se ve obligado a recortar abruptamente, lo hace en cosas que alteran la textura del día, horas cerradas en hospital, becas más escasas, trenes que se degradan, policías que cobran tarde. Los debates sublimes sobre geopolítica se degradan en listas de compras. Así es como la macroeconomía baja a la cocina de su vida, con la factura de la luz y la letra de la hipoteca.
Existe “la mano americana” moviéndolo todo? Estados Unidos sigue sentado en el centro del sistema financiero, con su moneda como red y su mercado como imán. Todavía. La clave no es que un despacho en Manhattan decida castigar a París, sino que el sistema global reconoce, por hábito y por conveniencia, al dólar como idioma común. Cambiar de idioma lleva generaciones. Y eso no se impone con discursos; se impone con contratos facturados, con logística asegurada, con tribunales a los que la gente quiera someter su disputa. Una hegemonía no cae porque el resto la aborrezca; cae cuando ofrece peores garantías que sus rivales.
El argumento del gas y el acero, del sabotaje y las tuberías, enseña otra trampam la seducción del culpable nítido. Cuando no se tiene el control, atribuir intencionalidad única al daño da consuelo. Puede que algún día haya pruebas y nombres; por ahora, lo único limpio es el efecto, Alemania perdió su ventaja energética, Francia no reconfiguró a tiempo su parque, la industria europea mordió polvo y la factura política se pagó en votos de protesta. Nadie reparte indemnizaciones por eso. El precio lo paga la monotonía productiva de un continente que confundió estabilidad con inmortalidad.
Entonces, qué se hace? La tentación de esta carta sería encadenar consejos heroicos, “cree una task force”, “ordene a la banca central ser patriota”, “bloquee los mercados”, “rompa los tratados”, “salga a la calle”. Ese teatro queda bien en tertulia. En la esfera real, no hay atajos. La independencia del banco central es, por diseño, una defensa contra la pulsión de gastar hoy y pagar mañana; si la convierte en extensión del gobierno, gana control ahora y pierde credibilidad por una década. Sin credibilidad, el coste de financiación devora cualquier proyecto. Buenas intenciones, pésimos precios.
Hay otra vía, menos vistosa, transparencia contable brutal y una narrativa fiscal que trate a los adultos como adultos. No es popular porque implica nombrar lo innombrable, la demografía no cierra. La promesa de jubilaciones crecientes en poblaciones que envejecen y producen menos productividad marginal es aritméticamente frágil. No es una cuestión de justicia, es de aritmética. Lo cual no impide proteger a los vulnerables ni diseñar sistemas mixtos más resilientes; impide, eso sí, seguir vendiendo futuro financiado con eslóganes. Un país serio no aplaza exámenes; los aprueba o suspende.
Respire aquí: la política es también psicología. Una parte de los electores no vota por un programa, vota contra una humillación. Contra la voz que les dijo durante quince años que “no hay alternativa”, que toda demanda local era provinciana, que toda resistencia era atraso. La reacción no es únicamente macroeconómica; es narcisista. Y el narcisismo herido paga gustoso el precio de una mala decisión con tal de escuchar, por fin, la música que le gusta. “Nos devuelven el país.” Pero el país es, también, una hoja de balances. La nueva música, si quiere durar, debe afinarse con números.
Tres frases que cortan:
El mercado no perdona el autoengaño.
La nación no sobrevive al infantilismo.
La libertad económica sin disciplina es una fábula cara.
Ponga en la mesa a los bancos. Se dice que han caído quince puntos en dos días; a veces ocurre. No por maldad, sino porque sus activos ,sobre todo deuda pública, pierden valor cuando suben los tipos, y su negocio, que vive de la curva de tipos y de la confianza, se alimenta peor en clima de tormenta. Un sistema bancario asustado se repliega, restringe crédito, y el tejido productivo se encoge. De nuevo, la macro llega al barrio: el crédito para ese proyecto que ilusionaba se aplaza o sube de precio. La ilusión, pospuesta. El futuro, más tosco.
Y sí, puede haber actores que “empujen” para que el miedo sea pedagógico, para que el votante vuelva a la seguridad tibia del centro. Se llama poder blando con colmillos: no te encarcelan, te encarecen. Pero no se equivoque: ese empuje funciona solo si ya había fragilidad. Nadie tumba un muro sano con un susurro. El susurro derriba muros agrietados.
Aterricemos en lo íntimo, que es donde este tipo de cartas tiene sentido. Tal vez usted no dirija un ministerio ni un fondo. Dirige su casa, su agenda, su dignidad. En ese territorio, la cuestión no es “euro sí o no?”, sino “qué opacidad mía me vuelve rehén de cualquiera?”. Si todo su ahorro depende de una sola promesa pública, está expuesto. Si todo su futuro está en una sola narrativa política, está vendido. La diversificación no es un consejo financiero; es un acto de madurez. No para enriquecerse, sino para no ser elemento fungible en el guion de otro.
El miedo moviliza, pero atonta.
El cinismo protege, pero esteriliza. Entre ambos, queda la valentía serena de quien acepta que el mundo no se aclara en 2030 como no se aclaró en 1830 ni en 1930, y que el trabajo adulto consiste en no regalar la cabeza al primer hechizo. Rechazar el kitsch de la soberanía vacía y el kitsch de la tecnocracia infalible. Los dos son atajos. Los dos te dejan sin casa.
No me malinterprete: hay motivos legítimos para aborrecer el diseño actual de Europa, su déficit democrático, su lentitud solución-problema, su rigidez normativa que muchas veces castiga al pequeño antes que al cartel. También los hay para desconfiar del “orden” internacional que blinda privilegios bajo el envoltorio de la eficiencia. Pero de ahí a la fantasía de que basta salir, cerrar, bloquear y “volver a ser nosotros” median veinte años de ingeniería institucional, industrial y cultural. Quien prometa lo contrario, miente. Quien lo omita, gobierna por fábulas.
Una última idea sobre la autoridad. Francia ,y esto la hace grande, posee aún margen para reinventarse con dignidad. Sus activos intangibles, su capacidad científica, su lengua, su cultura industrial, su agricultura, su talento exportable… todo eso cuenta. Pero todo eso se hace financiable solo si el Estado habla de números como un adulto y si la sociedad decide que la prosperidad es más interesante que el agravio. El agravio vence elecciones. La prosperidad paga escuelas.
Puede llamarlo elitismo; yo lo llamo higiene mental: las naciones que prosperan tratan la realidad como una invitada incómoda, no como una enemiga. Se le sirve una silla, no un altar. Se le hacen preguntas, no plegarias. Se le ponen límites, no se le escribe un poema. “La realidad está ahí”, decía al principio. Sí. Y lo estará también mañana. No viene a destruirte, viene a recordarte la factura. Puedes discutir el importe. No puedes salir del restaurante sin pagar.
Quédese con esto, que sirve para la patria y para su sala de estar: nadie de veras libre delega su destino en un mito. Ni el mito del mercado omnipotente, ni el mito de la nación autárquica. Entre ambos se abre la única tarea de adultos que merece respeto: construir confianza con hechos, abrir los números al sol, admitir que los placeres del corto plazo son caros y que la disciplina no es un capricho neoliberal, sino el precio de que tus promesas se parezcan a tu vida.
La grieta final es personal: qué parte de su biografía está escrita por miedo y qué parte por convicción? Responder eso vale más que la cotización de hoy. Porque, cuando los bonos suben y bajan, lo único que de verdad importa es si su palabra ,la suya, sigue valiendo lo que promete. Si vale, sobrevivirá a cualquier mercado. Si no, ningún mercado podrá salvarle.
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