Ella tenía noventa y cuatro años de tiempo denso. Tú tienes cuarenta de tiempo líquido.
Tu bisabuela murió a los noventa y cuatro sin haber corrido jamás. Caminaba despacio, hablaba pausado, masticaba cada bocado hasta convertirlo en papilla. Vivía como si el tiempo fuera un recurso inagotable porque para ella lo era. No existían las métricas de productividad personal ni los algoritmos de optimización existencial. La duración era simplemente el aire que respiraba, invisible hasta que faltaba.
Tú heredaste los mismos pulmones pero un aire completamente diferente. El tiempo se ha vuelto tóxico, espeso, escaso. Cada segundo no utilizado óptimamente es un segundo perdido para siempre. Has convertido la duración en commodity y ahora sufres las fluctuaciones de precio de tu propio recurso más íntimo.
Esta transformación es el resultado de cuarenta años de ingeniería social que ha colonizado territorios que durante milenios permanecían fuera del mercado. Hemos mercantilizado el sueño, gamificado el ejercicio, cuantificado el amor. Ahora tocaba monetizar la duración misma.
El proceso funciona así, primero te convencen de que el tiempo es tu activo más valioso. Segundo, te enseñan técnicas para «maximizar tu rendimiento temporal». Tercero, desarrollas ansiedad crónica por el despilfarro cronológico. Cuarto, compras productos que prometen devolverte el tiempo perdido. Es la estafa perfecta porque convierte tu existencia misma en el problema que necesitas resolver.
Tu bisabuela no tenía este problema porque vivía en una economía temporal completamente diferente. El tiempo era circular, estacional, ritual. Se movía en espirales, no en líneas rectas hacia deadlines. Los días se repetían con variaciones sutiles. Las estaciones regresaban cargadas de significado acumulado. La muerte era el horizonte natural, no la fecha límite de un proyecto.
Nosotros vivimos en tiempo lineal, industrial, extractivo. Cada momento debe producir algo cuantificable o se considera desperdiciado. Hemos aplicado la lógica fabril a la experiencia consciente. Como si la vida fuera una cadena de montaje donde procesamos experiencias para generar valor añadido.
El resultado es una patología específicamente moderna, la incapacidad de estar presente sin estar produciendo. Has perdido la capacidad de tu bisabuela para habitar el momento sin justificarlo. Para ella, contemplar las nubes durante una hora no era tiempo perdido. Era tiempo vivido en su forma más pura.
Un amigo me explica que su día funciona mediante bloques de treinta minutos asignados según un algoritmo que evalúa impacto, energía y condiciones externas. Ha eliminado la improvisación de su existencia. Su vida se ha vuelto predecible, eficiente y completamente estéril. Es como vivir dentro de una hoja de cálculo.
Ha logrado algo que tu bisabuela consideraría una tragedia, una vida sin sorpresas. Para ella, lo imprevisto era donde residía la gracia de existir. Las conversaciones que se alargaban porque surgía algo importante que decir. Las tardes que se perdían porque había algo hermoso que contemplar. Los proyectos que se abandonaban porque aparecía algo mejor que hacer.
Esa capacidad de fluir con lo emergente requería una confianza fundamental en la abundancia temporal. Tu bisabuela sabía intuitivamente que tendría suficiente tiempo para todo lo que realmente importara. No porque fuera ingenua sobre la mortalidad, sino porque había aprendido a distinguir entre lo urgente y lo esencial.
Tú has perdido esa distinción. Todo se ha vuelto urgente en una economía donde el tiempo escasea artificialmente. Has importado la lógica de la escasez manufacturada a tu experiencia más íntima. Como alguien que raciona agua en una isla rodeada de océano.
La paradoja es que mientras más administras tu tiempo, menos tiempo tienes. La energía que gastas optimizando es energía que no vives. La atención que dedicas a planificar es atención que no experimentas. Te has convertido en el gerente de tu propia existencia, y como todo gerente, has perdido el contacto directo con el producto que administras.
Tu bisabuela no gestionaba su tiempo porque lo habitaba. La diferencia es física. Gestionar requiere distancia, perspectiva, control. Habitar requiere inmersión, presencia, entrega. Son dos formas incompatibles de relacionarse con la duración.
Ella vivía tiempo denso, viscoso, lleno de textura. Tú vives tiempo líquido, acelerado, que se escurre entre los dedos mientras intentas atraparlo. Has cambiado calidad por velocidad. Intensidad por eficiencia. Profundidad por cobertura.
No es nostalgia. Es diagnóstico. Hemos resuelto el problema de la supervivencia material y hemos creado el problema de la escasez temporal. Hemos conquistado el espacio y hemos perdido la duración. Tu bisabuela era más rica que tú en el único recurso que realmente importa.
Tiempo para no hacer nada productivo. Tiempo para dejarse sorprender. Tiempo para cambiar de opinión a media frase.
Tiempo para tiempo.
Exprésate. Tu voz importa