Durante años perseguí ese espejismo que llaman equilibrio. Me lo vendieron en conferencias, lo leí en libros de autoayuda, lo escuché repetir en sobremesas y evaluaciones de desempeño. Balance, como si la vida pudiera medirse en balanzas de precisión. aquí pones ocho horas de trabajo, allí cuatro de familia, un rato de ejercicio, una hora de meditación y treinta minutos de lectura, ah y sin olvidar dormir 8 horas .. sin falta. Todo perfectamente alineado. Todo bajo control.
Pero todos estamos de acuerdo que la vida no se deja calibrar. No es simétrica, ni justa, ni obediente. Es más bien como una marea, viene y va con fuerza impredecible, empapando a veces tu jornada laboral con lágrimas familiares, o colando ideas de negocio entre risas de sobremesa.
Me di cuenta tarde, pero a tiempo de que el equilibrio era una ilusión decorativa. Algo que se exhibe en discursos, pero que en el fondo solo sirve para culpabilizar. Como si amar tu trabajo te volviera un mal padre. Como si cuidar a tu madre enferma te hiciera menos ambicioso. Como si no contestar correos un sábado fuera una señal de flojera, y no de lucidez.
He conocido líderes extraordinarios que no sabían cuántas horas trabajaban, porque no distinguían el lunes del domingo. Y no por adicción, sino por amor. Porque su vocación no era una casilla en su agenda, era su forma de habitar el mundo. También he conocido madres que construyen imperios entre semáforos y pañales, que hacen llamadas estratégicas con un niño en brazos y sin pedir disculpas por ello.
La integración no es una utopía, es un ritmo propio. Un compás que no responde a estándares, sino a lealtades internas. No se trata de hacer todo perfecto, sino de hacer lo necesario con amor. De dejar que tu identidad fluya entre los roles, en vez de forzar compartimentos estancos. Que seas el mismo cuando lideras un equipo, cuando escribes un poema o cuando lavas los platos.
A veces trabajo doce horas sin pestañear, y otras, dejo todo para mirar un atardecer que huele a infancia. Algunas noches me desvelo por un proyecto, y otras, por un abrazo pendiente. Y en ambas desveladas hay sentido. Porque la vida no es un equilibrio estático, es una danza dinámica. Una música que te exige escucha, intuición, coraje.
La verdad ? No quiero ser equilibrado. Quiero ser congruente. No quiero una agenda perfecta, quiero una existencia que no se me escape entre los dedos. Que cada cosa que haga sea una reunión, una cena o un paseo solitario tenga la intensidad de lo elegido.
Quizás la verdadera paz no esté en repartir la energía por igual, pero en entregarla por completo, allí donde más se necesita. Sin culpa. Sin medir. Sin explicaciones. Porque a veces, priorizar una cosa significa también honrar todas las demás. Y otras, decir no es la forma más honesta de decir sí a uno mismo.
Creo que el equilibrio te pide cuentas. La integración, en cambio, te da permiso. Para ser humano. Para cambiar de opinión. Para no estar en todas partes, pero estar del todo donde estés.
Hoy, si me preguntan si tengo balance, diré que no. Que tengo desorden a veces. Que tengo días partidos por la mitad y semanas que parecen capítulos sueltos de un libro mal encuadernado. Pero también diré que tengo presencia, sentido, y una brújula interna que ya no se rige por relojes ajenos.
Porque he dejado de buscar equilibrio. Y he empezado, por fin, a vivir.
Exprésate. Aquí, tu voz importa