Prisa Sin Destino

Carta #
17

Prisa Sin Destino

Hay mujeres que no caminan, corren. Que no sueñan, se precipitan.

La conocí una tarde de jueves, en una sala co-working con difusor cítrico de eucalipto barato y éxito fingido. Tenía esa energía nerviosa de quien ha leído demasiados libros de autoayuda y no ha digerido ninguno. Un cuaderno lleno de listas, afirmaciones, cifras imaginarias. En su mirada, más vértigo que esperanza.

Hablaba rápido, como si al conjurar palabras pudiera invocar el éxito. Me dijo que lo había decidido: en seis meses iba a ser millonaria. En moneda local, claro. No hace falta que te diga el país, tú sabes de qué hablo. Tenía un plan, varios funnels, estrategias de posicionamiento, y una voz interna «según ella» que le decía que el universo ya estaba conspirando. Yo asentía en silencio, como se asiente ante un niño que construye un castillo de arena frente a la marea.

La habían convencido de que todo se puede lograr rápido: riqueza, transformación, visibilidad, amor propio. No había tiempo para dudas, ni espacio para fracasos. “Los que tardan no creen en sí mismos”, decía. Repetía frases como oraciones sagradas: “yo soy abundancia”, “la energía sigue a la intención”, “si lo visualizas, lo materializas”. Pero detrás de cada mantra había una grieta. Detrás de su sonrisa había hambre.

No hambre de comida, sino de pertenencia. Hambre de ser vista, celebrada, valiosa. Como tantas otras, no quería dinero, quería ser alguien. Y la promesa del “cambio instantáneo” era la más seductora de las mentiras. Le vendieron el atajo, y ella pagó con fe.

Una semana después, ya no dormía bien. Le recomendé Magnesium glycinate, de esos pequeños actos silenciosos que uno hace por quien empieza a romperse. Siempre me funciona, ya sé a qué atenerme con personas así. El insomnio es casi un presagio.

Miraba obsesivamente sus métricas. Vivía entre notificaciones y webinars, convencida de que si no alcanzaba el éxito ya, era porque algo estaba mal en ella. Su feed estaba lleno de frases sobre abundancia, pero su alma comenzaba a secarse como planta mal regada. Le decían que persistiera, que solo los débiles dudan. Pero yo vi en sus ojos esa duda primitiva que no se entierra con likes: y si estoy equivocada? Y si este camino rápido no lleva a ningún lugar real?

La vida no es un sprint, aunque nos lo repitan a diario con relojes de pulsera y relojes biológicos. Es más bien una maratón con desvíos, con estaciones de agua donde a veces también se llora. No se trata de llegar antes que nadie, sino de llegar siendo uno mismo. Ir demasiado rápido agota. Pero dormirse en el camino también es peligroso: hay un tipo de somnolencia del alma que te hace olvidar por qué empezaste. El verdadero arte está en aprender a sostener el ritmo «aunque sea irregular» y reconocer cuándo acelerar y cuándo detenerse a respirar.

El tiempo hoy en dia ha sido privatizado. Donde lo lento parece sospechoso y lo inmediato se viste de virtud.

Nos hacen creer que hay que cambiar sin pausa, mejorar sin respiro, reinventarse cada lunes. Nos repiten que si no logras transformar tu vida en tres meses, estás desperdiciando el algoritmo del universo.

Y así caemos, una generación entera, en la trampa de lo instantáneo. Como si la vida fuera una app que se puede resetear. Como si sanar fuera cuestión de mindset. Como si el dolor tuviera botón de “omitir anuncio”.

Pero la verdad es otra. Las raíces no crecen en minutos. El oro no aparece con afirmaciones. El cambio verdadero es brutal y lento, y casi siempre pasa sin que nadie lo aplauda. A veces, ni siquiera lo notas hasta que un día despiertas, y ya no duele como antes.

Ella no se hizo rica. Ni en seis meses, ni en un año. Aprendió, sí. A desconfiar de las fórmulas, a amar sus caídas. A celebrar el progreso lento y callado. Hoy ya no publica sus ingresos, ni cuenta sus seguidores.

Se volvió invisible para el algoritmo, pero se volvió real para sí misma.

El cambio no es un sprint. Es un deterioro sagrado, una erosión paciente, como las piedras que se pulen con siglos de río. Es el arte de mirarte en el espejo un día cualquiera y decir: “aquí sigo, todavía”.

Y eso, quizás, ya es un milagro.

Exprésate. Aquí, tu voz importa

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