Margen Cero

Carta #
24

margen cero CARTAS RESERVADAS

La imagen en blanco es intencional. Como las ideas que no se permiten fracasar

“Yo no vine a estudiar, vine a no deber”. Una broma. Un grito. Una consigna flotando entre pupitres que se ha vuelto marca generacional. No buscamos diplomas: buscamos treguas. No queremos ascensos: queremos dormir con menos ansiedad.

Según el Banco Mundial, más de 300 millones de jóvenes en el mundo enfrentan algún tipo de deuda vinculada a su formación. En Estados Unidos, la cifra supera los 1.7 billones de dólares en préstamos estudiantiles. Y en muchos países de América Latina, estudiar implica hipotecar no solo el futuro, sino el presente de toda una familia. Lo sabemos todos, aunque a veces no lo digamos así.

El problema no es solo económico. Es anímico. Es cultural. Porque cuando crecer significa deber, atreverse se vuelve un lujo.

El 63% de los jóvenes menores de 30 años afirma que no puede permitirse cambiar de trabajo si eso implica perder siquiera un mes de salario. No es que no tengan ideas. Es que no tienen margen. El riesgo, hoy, es un privilegio.

Esto produce un fenómeno silencioso pero devastador: el talento se vuelve obediente. No por falta de ambición, sino por exceso de precaución. No por conformismo, sino por supervivencia. Cada uno hace cuentas. Cada uno aprende a contener el deseo.

Y así crece una generación que aplaza su vocación, que posterga sus preguntas más esenciales, que aprende a encajar en lugar de imaginar. Una generación hipotecada, no perdida.

Hace unos meses conocí a Paula, 27 años, diseñadora brillante, ojos que parecen leer entre líneas. Tenía una idea para una aplicación que conectara mujeres en sectores masculinizados para mentoría, networking y apoyo psicológico. Lo había trabajado durante un año en noches robadas a su jornada laboral. Tenía el prototipo, el pitch, la validación de mercado.

Le pregunté por qué no la lanzaba.

“No puedo permitirme fracasar ahora”, me dijo. “Aún debo dos años del máster. Si fallo con esto, no sé si puedo pagar el alquiler de noviembre.”

Guarda su proyecto en un disco externo. Cada tanto, me cuenta que lo abre, lo ajusta, lo sueña un poco. Pero no lo lanza. Porque fallar no sería un tropiezo. Sería un colapso.

No es cobardía. Es contabilidad emocional. Es esa ecuación invisible que todos hacemos: cuánto puedo arriesgar sin caer. Cuánto puedo decir sin ser marcado. Cuánto puedo soñar sin tener que pagar intereses por ello.

Y sin embargo, en medio de este asedio silencioso, algo resiste. A veces en un trabajo compartido entre amigos. A veces en una charla que no esquiva el tema. A veces en abrir ese archivo una vez más.

Quizás no tenemos todavía las respuestas. Pero cuando una generación entera empieza a hacerse las preguntas correctas, ya hay algo que empieza a cambiar.

Lo que se necesita no siempre es más coraje. A veces, solo es alguien que diga: “lo veo”. Que escuche sin pedir épica. Que entienda que el deseo también se cansa, y que sostenerlo en pie ya es, en estos tiempos, un acto extraordinario.

La esperanza, si es que tiene alguna forma, quizás se parezca a eso. A un archivo abierto en la madrugada. A una deuda que no nos roba también la voz. A una frase dicha con verdad:

“Esto no es lo que soñamos. Pero aún no hemos terminado de soñar.”

Exprésate. Tu voz importa

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *