El Valor de No Valer

Carta #
25

el valor de no valer - cartas reservadas

Ser nadie, en un mundo que premia a los disfraces

No sé cuándo empezó, pero en algún momento dejamos de mirar las estrellas y comenzamos a contar seguidores. Dejamos de preguntarnos quiénes somos para obsesionarnos con cuántos likes nos validan. Cambiamos la contemplación por la comparación, y desde entonces, algo esencial se extravió.

Hace unos días vi a un hombre fotografiar su reloj junto a una copa de champán que no bebía. Llevaba quince minutos ajustando la servilleta, el ángulo, la sonrisa. Cuando por fin tomó la foto, se levantó y se fue. El camarero retiró la copa intacta, todavía con burbujas. Todo era utilería. El brindis, el lujo, incluso la alegría. Era una escena sin alma, un eco vacío de lo que alguna vez fue el deseo humano de compartir.

Me ha pasado, lo confieso. En algún momento también caí en la trampa. Me descubrí mirando de reojo el calzado ajeno, el logotipo bordado en la pechera, el destino de las vacaciones del otro. Como si en esa comparación silenciosa se jugara mi valor. Como si ganarle a alguien en un torneo sin sentido fuera algún tipo de triunfo.

Pero hay derrotas que iluminan más que cualquier medalla. Perdí muchas veces en el juego del estatus, y fue lo mejor que me pudo pasar. Porque cada vez que no tuve el último modelo, la etiqueta, la credencial, cada vez que fui ignorado por no estar “a la altura”, algo dentro de mí se fortaleció en la sombra. Aprendí a oír otras músicas. A medir el valor en risas, en lealtades, en la ternura incondicional de un perro viejo. Agradezco cada exclusión, porque me devolvieron algo más grande: la posibilidad de no tener que actuar.

Hay quienes gastan su vida convirtiéndose en figurines de éxito. Sonríen en las fiestas adecuadas, comen en los sitios con lista de espera, usan palabras como «networking» o «branding personal» como quien repite un hechizo que no entiende. Viven aterrados de ser ordinarios. Pero lo verdaderamente aterrador no es eso. Lo aterrador es vivir una vida donde el alma se convierte en un accesorio.

Hace años, escuché una historia de un banquero que usaba trajes de lino para simular vacaciones en Italia. Iba a su oficina en pantalones cortos y mocasines sin calcetines, solo para que creyeran que había regresado de la Toscana. Nunca había salido de su barrio. Pero necesitaba desesperadamente que lo creyeran feliz.

El estatus inútil no es solo absurdo; es profundamente inmoral. Porque desvía talento, tiempo y ternura hacia una carrera que no lleva a ningún lugar. Nos roba la capacidad de admirar sin envidiar. Nos arrebata la humildad. Y lo más grave: convierte a los otros en espejos distorsionados, en enemigos imaginarios contra los que debemos brillar, aun si eso significa apagar su luz.

La vida no es una pasarela. No vinimos aquí a ganar. Vinimos a recordar. A tocar. A construir cosas que perduren más allá del aplauso. Los que hacen pan cada mañana, los que limpian hospitales, los que cuidan a sus madres enfermas en silencio… ellos sostienen el mundo mientras otros compiten por una silla en una sala que no importa.

Hay algo brutalmente hermoso en perder todos los juegos de estatus. En no encajar. En ser invisible para los algoritmos. En estar demasiado ocupado amando como para hacer contenido. Porque cuando uno cae al fondo de esa escalera artificial, descubre algo insólito: que en el suelo crecen flores. Que no necesitas más metros cuadrados, ni más seguidores, ni más galardones. Que la única medalla que vale la pena es la que te cuelga el alma cuando te sabes útil, aunque nadie te mire.

Así que no te preocupes si no te invitan a la fiesta. La verdadera celebración está en otro lugar. Está en las sobremesas sin filtro, en las manos que sostienen sin juzgar, en las risas que no necesitan testigos.

Porque al final, los ídolos de cartón se mojan con la primera lluvia. Y tú, tú viniste a ser fuego.

Exprésate. Tu voz importa

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