El Agua y el Veneno

Carta #
8

El Agua y el Veneno

Quería contaros de aquel encuentro con Karim, mi compañero de universidad, en un restaurante del viejo Argel. Entre platos a medio terminar y botellas de Hamoud Boualem que iban vaciándose, me describía su vida como diplomático con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. «Aquí estoy«, dijo mientras jugaba con su copa, «practicando el arte de la cortesía calculada». Sus gestos, ahora tan medidos, tan diferentes de aquel estudiante que gritaba consignas en los pasillos de la facultad, me hablaban más que sus palabras. En sus ojos vi el precio de la neutralidad, los colores vivos de nuestras antiguas convicciones diluidos en sombras diplomáticas

«Tenías y tienes potencial«, me dijo con esa condescendencia que da el traje y la corbata. «Solo necesitabas ser más… flexible«. Flexible. La palabra quedó flotando entre nosotros como el humo del cigarro que sostenía. Como si doblar la espina dorsal moral fuera una habilidad que admirar. Me habló de sus colegas veteranos, maestros en el arte de la ambigüedad estratégica, que navegaban los pasillos del poder con la gracia de bailarines experimentados. En su voz había admiración, pero en sus ojos… me pregunté si alguna vez sentía el peso de las palabras no dichas, de las verdades silenciadas en nombre del protocolo

El sobre con el membrete del Instituto de Diplomacia y Relaciones Internacionales aún descansa en mis archivos, amarillento por el tiempo. Mi tío, un alto cargo, con esa convicción de quien ha trazado un camino perfecto para otro, me lo entregó al graduarme en Ciencias Políticas. A veces lo miro y recuerdo aquel momento, sus ojos brillantes de expectativa, imaginándome ya en los pasillos del poder diplomático. Pero fue entonces cuando decidí que no quería pasar mi vida caminando en la cuerda floja de la neutralidad protocolar

Mi profesor de Relaciones Internacionales en el imponente anfiteatro de ITFC de Argel, donde el eco de su voz rebotaba entre paredes que habían escuchado décadas de teorías políticas, solía decir que un buen diplomático es como el agua, se adapta a cualquier recipiente sin perder su esencia. «La diplomacia es el arte de decir ‘buen perrito’ hasta encontrar una piedra«, citaba con esa sonrisa satisfecha tan típica de quien ha navegado los mares del poder. Desde mi asiento en aquellas gradas de madera gastada, yo me preguntaba en silencio qué pasaba si nunca querías tirar la piedra, si te conformabas con ser el eco de voces más poderosas, como el mismo eco que ahora devolvían aquellas paredes veteranas.

Recuerdo la primera vez que sentí el peso de la neutralidad forzada. Era una reunión sobre spots petroleros en un despacho en Calle de Velázquez, pleno centro de Madrid, yo apenas un joven recién llegado a España, hablando bien el idioma, enamorado del castellano y su historia centenaria. Mi amigo argelino me había pedido que le acompañara como traductor. Alrededor de aquella mesa de caoba, entre trajes oscuros y maletines de cuero, me encontré traduciendo cifras que bailaban entre millones. Cada número representaba decisiones que afectarían a vidas que nunca conoceríamos, destinos sellados en una sala con aire acondicionado demasiado frío. «Tu solo traduce, luego te explico«, me susurró mi amigo cuando notó mi expresión confundida ante tanto poder concentrado. «Solo somos intermediarios, nada más«.

Aquella primavera de 2010, la llamada «Primavera Arabe». Mientras los jóvenes en las calles de Túnez luchaban por su libertad, en los despachos se redactaban comunicados cuidadosamente neutrales, calibrando cada palabra para no molestar a ninguna parte. El pueblo gritaba por cambios mientras la diplomacia se movía al ritmo de un vals somnoliento, más preocupada por mantener equilibrios de poder que por las vidas que se transformaban en tiempo real.

Unos meses despues Llamé a mi tío. No fue una conversación dramática, sino una quieta realización compartida. «No puedo ser el agua que se adapta a cualquier recipiente«, le dije «Algunos recipientes están envenenados, tío, y adaptarse a ellos significa convertirse en parte del veneno«. Hubo un largo silencio al otro lado de la línea, y luego, sorprendentemente, una risa suave. «No pasa nada ! Siempre supiste lo que querías«, me dijo «incluso cuando yo creía saber lo que era mejor para ti«

Hoy, forjo mi propio sendero, lleno de tropiezos y renuncias. No es el camino de la facilidad, pero al fin me encuentro frente al espejo sin el difuso eco de una neutralidad que robó mi esencia, sino con la sombra clara de mis decisiones.

Como dice un viejo proverbio: «El que se mantiene neutral en situaciones de injusticia ha elegido el lado del opresor«. La diplomacia tiene su lugar y su valor, pero también sus límites. Y a veces, el acto más valiente no es encontrar el punto medio, sino atreverse a tomar partido.

El sobre amarillento, ya testigo silente de lo que dejé atrás, permanecerá en mis archivos, no como un eco de lo que pude ser, sino como la huella indeleble de lo que decidí no ser. Porque en el crepúsculo de la ambigüedad, la neutralidad se convierte en una trampa de sombras, un refugio frío para quienes temen elegir. Yo diria que la vida, con toda su complejidad y contradicciones, exige elecciones.

El agua que se adapta a todo recipiente termina sin sabor propio, mejor ser el río que elige su cauce, aunque deba luchar contra las piedras.

Exprésate. Aquí, tu voz importa

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