Trump no está ganando. Está arrasando. La política económica de Estados Unidos ya no sigue un guion de consenso. Sigue la voluntad de un hombre que aprendió a doblar las reglas hasta que se rompen. Lo que Reagan insinuó, él lo ejecuta a cuchillo limpio. No es elegante. Es brutal. Y está cambiando el tablero.
Las empresas sienten la presión en tiempo real. La cadena de suministro no responde como antes. La inversión extranjera se repliega. El dólar se mueve con violencia y no por accidente. La guerra comercial dejó de ser amenaza para convertirse en hábito. Los mercados hablan con números, y un dato lo dice todo: la inversión privada creció al 7 por ciento anual mientras Europa apenas respira al 1,2. Esa brecha no es casualidad, es el resultado de una agenda diseñada para concentrar poder económico en suelo americano a cualquier precio.
Los que todavía creen que esto es un ciclo más están condenados. No es un ciclo. Es una reconfiguración. La globalización suave murió. El nuevo orden se escribe con tarifas, presión diplomática y un chantaje financiero disfrazado de patriotismo. El juego ya no va de competir en igualdad de condiciones. Va de sobrevivir a un árbitro que juega de delantero y portero al mismo tiempo.
Quien exporta sin adaptarse será aplastado. Quien dependa del mercado norteamericano vivirá de rodillas. Quien ignore esta dinámica desaparecerá. Los ganadores se ajustan rápido, redibujan rutas logísticas, cortan dependencias y buscan mercados alternativos. Los perdedores se esconden detrás de comunicados y esperan un milagro que no llegará.
El poder se mide en la capacidad de imponer reglas propias. Trump lo entendió antes que nadie. La mayoría aún prefiere negarlo. Pero la negación no paga nóminas, no protege márgenes, no salva compañías. Adaptarse no es opcional. Es la única línea que separa a los que van a dominar la próxima década de los que solo dejarán un recuerdo amargo en la memoria del mercado.
Exprésate. Tu voz importa