La industria del automóvil europeo está en caída libre. La tormenta ya no es pronóstico, es presente. Ola Källenius, jefe de Mercedes y presidente de ACEA, lo dijo claro. “Estamos a punto de estrellarnos contra un muro”. No es metáfora. Es la descripción exacta de un sector que camina con los ojos vendados hacia el abismo.
La Unión Europea ha marcado 2035 como fecha límite para los coches de combustión. Prohibición total. Cero concesiones. Sobre el papel suena limpio. En la práctica es una sentencia de muerte para quienes no puedan financiar la transición. Porque la demanda de eléctricos no está ni cerca de lo proyectado. Primer semestre con ventas tímidas, casi insignificantes frente a las inversiones monstruosas. Fábricas que queman dinero, plataformas nuevas que no se amortizan, balances que sangran.
Se habla de neutralidad tecnológica, de dar espacio a otras soluciones. La realidad es que la política va por un carril y el mercado por otro. Los políticos marcan calendarios como si fueran dueños de la oferta y la demanda. Pero los clientes no compran discursos, compran coches que puedan pagar, con autonomía real, con infraestructuras que aún no existen.
Mientras tanto, los fabricantes europeos viven un déjà vu peligroso. Producción cada vez más cara, márgenes más finos que nunca, tormenta financiera sobre la mesa. Y al mismo tiempo, gigantes chinos avanzando con modelos más baratos, más agresivos y con una logística que Europa ya no puede igualar. El choque frontal no está a años vista, está pasando en tiempo real.
El autoengaño es el peor enemigo ahora. Quien crea que esto es solo una fase de ajuste no ha entendido la magnitud. No hay margen para esperar al cliente ni para rezar por milagros regulatorios. El sector se parte en dos. Los que logren adaptarse, sobrevivirán con cicatrices. Los que se queden atrapados en debates interminables, van a desaparecer del mapa. La historia industrial europea ya tiene suficientes cementerios. Este puede ser el mayor de todos.
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