Bien sin Quién

Carta #
15

Bien sin Quién

A veces, me sorprendo diciendo “¡todo bien!” sin tener la más mínima idea de qué me acaban de preguntar. Como si mi lengua hubiese tomado la delantera en una largada de Fórmula 1, firmando un contrato social antes de que mi cerebro tuviera tiempo de leer la letra pequeña. Esa frase, tan redonda y funcional, se desliza como un clic reflejo, como el gesto de subir los hombros cuando no entendemos algo, como una reverencia inconsciente al ritmo vertiginoso de la vida moderna.

Vivimos automatizados. Saludos que no escuchamos, respuestas que no sentimos, sonrisas que no nacen en el alma sino en una mímica aprendida. Nos movemos entre oficinas, supermercados y videollamadas como actores que han memorizado demasiado bien su guion. Un guion sin pausas. Sin titubeos. Sin espacio para el “no lo sé” o el “en realidad, no estoy tan bien”.

Y después de estos dos, tres años de pandemia, todo se intensificó. El aislamiento nos desacostumbró a la cercanía real, nos volvió expertos en pantallas pero torpes en presencia. Aprendimos a vivir a través de videollamadas donde podés cortar cuando se pone incómodo, donde tenés el botón de silencio como salvavidas. Ahora que volvimos al mundo, seguimos actuando como si tuviéramos ese botón invisible. Como si las conversaciones reales fueran reuniones de Zoom eternas de las que no podemos escapar.

Has visto cómo ahora dividimos el tiempo? Ya no decimos «en 2019» o «en 2023». Decimos «antes del COVID» o «después de la pandemia», verdad? Como si esos años hubieran partido la historia en dos. Y es que nos partieron. Nos marcaron tanto que ya no sabemos medir el tiempo sin esa referencia. Cierto que cuando alguien cuenta algo automáticamente preguntamos «¿eso fue antes o después?»?

El músculo de la vulnerabilidad se atrofió. Nos olvidamos de cómo se hace para sostener la mirada cuando alguien pregunta en serio cómo estamos. ¿Verdad que ahora hasta los abrazos se sienten raros? Como si hubiéramos perdido el manual de instrucciones de ser humanos.

Las preguntas le dan un tono más directo, más íntimo. Como si estuvieras hablando con el lector cara a cara, buscando esa complicidad.

“¡Todo bien!” y mientras lo digo, quizás estoy pensando en una cuenta vencida, en una discusión sin resolver, en esa ansiedad sorda que no grita pero empuja. Pero cómo decirle a alguien que eldía es un torbellino si lo que esperan es una señal verde para seguir caminando?

Nos decimos que no queremos cargar a otros con nuestra negatividad, que nadie quiere escuchar problemas ajenos en un mundo ya bastante jodido. Pero eso es mentira. Una mentira cómoda que nos ahorra el trabajo de ser reales. Porque la verdad no la veo negativa es humana. Contar que estás cansado no es negatividad, es honestidad. Admitir que tenés miedo no contamina el ambiente, lo humaniza. Creo que hemos confundido autenticidad con toxicidad, y en esa confusión perdimos la capacidad de conectar de verdad

Es curioso, porque hay momentos en que uno quisiera responder con la verdad desnuda,“Hoy me cuesta”, “Estoy cansado de fingir”, “Tengo miedo de no llegar a ningún lado”. Pero no lo hacemos. Tal vez porque sabemos que ese tipo de verdad no cabe en pasillos apurados, ni en ascensores, ni en mensajes de voz que no superan los 30 segundos. Vamos .. una coreografía colectiva de respuestas funcionales, como un filtro automático que disimula el ruido de fondo de nuestras vidas.

Y sin embargo, esa desconexión cotidiana también habla de algo más profundo. De cuánto nos cuesta, incluso con nosotros mismos, detenernos a escuchar lo que de verdad estamos sintiendo. Hay días en que ni yo sabría contestar con certeza cómo estoy. Días en que la respuesta más honesta sería un silencio.

Recuerdo una vez, en un mercado de Estambul, un vendedor me preguntó cómo estaba. No era un saludo mecánico. Me lo preguntó con una lentitud casi incómoda, como si no tuviera apuro por escuchar la respuesta. “I’m tired”, le dije sin pensar. Él me sonrió, asintió con la cabeza y sirvió dos tazas de té. Nos quedamos en silencio. Nadie explicó nada. Pero en ese gesto encontré más comprensión que en cientos de “todo bien” acumulados.

Quizás por eso escribo. Para desprogramar mis reflejos. Para encontrar las preguntas que ya no nos hacemos. ¿Cuándo fue la última vez que alguien te miró a los ojos y esperó, de verdad, a que pensaras tu respuesta? Cuándo fue la última vez que dijiste la verdad sin temor a incomodar?

Hay una ternura rara en admitir que estamos cansados de fingir. Y también una fuerza. Porque debajo del reflejo está la carne viva, la emoción cruda, el ser que todavía quiere conectar. En medio de tanta automatización emocional, a veces basta con un par de segundos más, una pausa, un respiro… y decir: “¿Sabes qué? No todo está bien. Pero estoy aquí.”

Exprésate. Aquí, tu voz importa

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