Atlas se Cansa También

Carta #
20

Atlas se Cansa También

No fue en una sala de juntas ni en una keynote. Fue en el tren, entre París y Lyon, cuando noté por primera vez que algo en mí había cambiado.

No era superioridad. Era distancia. Una forma nueva de mirar. No a las cosas, sino a las personas. Como si mi cerebro hubiese comenzado a filtrar la empatía con el mismo rigor con el que filtra riesgos financieros. Me sorprendió cómo podía escuchar una historia dolorosa sin sentirla demasiado. Cómo medía las palabras incluso en conversaciones que antes eran refugio.

En un artículo que hojeé sin querer en la revista del asiento entre una entrevista a un chef de Marsella y la publicidad de un vino que nunca compraría leí la frase: «el poder moldea físicamente la arquitectura del cerebro.» La cerré de inmediato. Me pareció exagerado. Pero la frase se quedó. Como esas melodías involuntarias que uno tararea sin saber por qué.

Después empecé a buscar. Estudios de resonancia magnética, escáneres de actividad cerebral, análisis de comportamiento en ejecutivos de alto rango. Todos llegaban a una conclusión incómoda: el poder sostenido no solo transforma el entorno. Transforma al portador. Literalmente. Reduce la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Disminuye la actividad en áreas asociadas a la empatía y a la lectura emocional. La corteza prefrontal dorsomedial se reorganiza. El lenguaje emocional se atrofia. Las pausas dejan de doler.

Y pensé: en qué momento el liderazgo se volvió una especie de amputación emocional?

Porque hay decisiones que pesan millones pero no pesan igual. El CEO, ese mismo que inspira portadas y dirige juntas como un director de orquesta, autorizó el cierre de decenas de tiendas sin haber pisado una sola. Le bastaron los informes, los márgenes, las curvas proyectadas en una pantalla. Ajustó el tablero con precisión quirúrgica. Pero nunca escuchó a la encargada decir que ese trabajo era su única red de soporte. Nunca vio los estantes vacíos ni el cartel de liquidación escrito a mano. No fue crueldad. Fue eficiencia. O, como dirían los científicos, fue neuroplasticidad en acción.

El poder no solo se sube a la cabeza. Se instala. Reconfigura. Te entrena para sobrevivir en un mundo donde el costo de cada emoción es altísimo. Donde llorar frente a una mala noticia puede costarte credibilidad. Donde la vulnerabilidad es leída como debilidad. Y así, poco a poco, como un músculo que deja de usarse, la empatía se atrofia. No desaparece. Pero deja de ser reflejo.

Y sin embargo… hay grietas.

Pequeñas fisuras donde la vieja humanidad todavía respira. La forma en que un aroma de infancia desarma tu jornada. El temblor de la voz al despedir a alguien que lleva tu edad. Las noches donde, tras cerrar todos los dashboards, te preguntas si no estás perdiendo algo irrecuperable.

En esas grietas vive la posibilidad de otro liderazgo.

Uno que no niegue la transformación del cerebro, pero la abrace con conciencia. Que sepa que la neuroplasticidad también puede ser dirigida, entrenada, guiada de vuelta hacia lo humano. Que una mente moldeada por el poder también puede reaprender el arte de la pausa, de la duda, del cuidado.

Yo no creo en héroes. Pero sí creo en ejecutivos que se atreven a reaprender. A desobedecer el cableado que los hizo eficaces pero los volvió ciegos. Que entienden que los millones son números, pero las decisiones los encarnan personas.

Y si eso requiere neuroplasticidad, que así sea. Pero hacia dentro. Hacia abajo. Hacia donde todavía late lo que fuimos antes de los gráficos, antes de las firmas, antes del vértigo de la cima.

Porque en mi opinion liderar, de verdad, debería cambiar el mundo sin borrar tu rostro del espejo.

Exprésate. Aquí, tu voz importa

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